LAVOE DEL PUEBLO
Carlos Javier León Ugarte
Tuve la inmensa suerte de crecer en las calles del Callao, cruzar sus jirones con el viento frío del mar de Grau golpeándome cara, descubrir las primeras polladas que recién se atisbaban por aquellas pistas destartaladas y que se ponderaban entre el humo del pollo frito y aquel otro humo tóxico que lanzaban los callejones desde las bocas de tantos fumadores, tuve la suerte de vivir entre los siete y trece años por sus calzadas derrumbadas que chocaban fuertemente con el gol de una pierna enojada, con el grito de la juventud que se alucinaban entre los autos viejos como una vuelta olímpica en el Carbajo, con el correr de algún mozalbete que raudo se perdía con la manos lleno de lo ajeno entre sus solares, y con el paso apurado y apretado de los guapos bandoleros que solo el Primer Puerto distingue…
Allí, entre tanto colorido coraje y utópicos afanes que me inspiraba mi “galladita” de la cuadra tres del jirón California, entre el colegio Las Toledo y los límites de los Barracones, descubrí que había una sola voz entre todas las voces, una letra que juntaba a los enemigos y a los vecinos que ni se miraban, un arrebato de esperanza entre tanta pobreza, un susurro en el oído acompasado que sonaba a guaguancó bravío y rompía cada silencio del barrio, estaba siempre allí, ubicuo y omnipresente, en las buenas y en las malas, en los jolgorios y en los velorios, en la fiesta y en el infortunio, en el bautizo, en el cumpleaños, en la salida de la cárcel, en el matrimonio y hasta en el divorcio, en el pasillo achorado del baile, en la negra caderona que desbordaba su trajin con la sintonía de una rumba, en el patriarca que se desangraba entre el bolero y una respuesta que no llegaba, en el “chibolito” que ensayaba una nueva jugada con la pelota y con los pies que nunca se cansaban cuando de fútbol y de salsa se trataba, estaba siempre en cada alegría pasajera del chalaco que busca a éste para hacerse la vida mejor, era la voz de la calle, era Héctor Lavoe.
Así como el Callao, el mundo, o por lo menos muchos países de esta parte del Continente admiraron a Héctor Pérez Martínez, el hijo de Ponce y de nuestro Primer Puerto, que con su voz nostálgica y esfumada rompía la tranquilidad en cualquier sonata, y que con su quiebre borinqueño retumbaba los pregones de cada alma, de cada descarga desde los salones más pantagruélicos de Nueva York, pasando por los escenarios más vistosos de Puerto Rico, hasta llegar a alguna casita destartalada de un callejón del Rímac.
Héctor llegó a nuiyork cuando apenas tenía 17 años, lo suficiente como para engatusar al gran Caco y su Sexteto y también a Johnny Pacheco, con su esmirriada y enjuta figura, y aquellos lentes grandes que lo caracterizaban tomó por asalto los yunaites y el éxito le sonrió, luego vino Willy Colón y la extraordinaria Fania All Star, aquella memorable conjunción de sabor y talento que resultó unir en un mismo escenario al gran Lavoe, a Ismael Quintana, Ismael Miranda, Cheo Feliciano, Celia Cruz, Santos Colón, Yomo Toro, Larry Harlow, Roberto Roena, Ray Barreto, Nicky Marrero, y tantos otros más…
Su adicción a las drogas y la vida desenfrenada hicieron que se separara de Colón, quien enrumbó con otro grande, Rubén Blades, a hacer otra dupla maravillosa para continuar los duetos geniales con los que ya había deslumbrado con el Jibarito de Ponce.
Lavoe entonces sonaba solo, era ya historia y mística, pero su vida desordenada no lo dejaba ser feliz, la muerte de su hijo en un accidente muy extraño, la muerte de su padre y de su suegra, y la depresión que le causaba los recuerdos de su infancia al lado de su madre que lo dejó huérfano desde muy pequeño, más sus constantes abusos de estupefacientes, lo obligan a ensayar su primer suicidio. El infortunio y la mano del Todopoderoso al que le cantaba lo ayudaron a caer sobre una marquesina del hotel desde donde se lanzó. Todavía no era su día, pero si su noche. Lavoe empezaba a deteriorarse, su voz a apagarse.
Nos legó grandes discos y temas que hasta ahora suenan en cada fiestón de año nuevo o de cualquier celebración. Nos regaló su esmerado repertorio que van desde el son, el guaguancó, la guaracha, la bomba, el danzón, el montuno, el calipso, la salsa, el latín jazz y sobre todo el bolero. Sus letras son dardos que entran y salen en el alma cada vez que un dedo pone play en alguno de sus discos, sus quiebres respiran dolor y aguantan la saliva en el atracadero del espíritu, su voz duele y alegra al mismo tiempo, su sabor y sonido, despierta al más indiferente, sus coros son cantados en grupos bulliciosos de muchedumbre deseosa por vivir feliz, o en un solitario rincón escondido entre el tocadisco y el llanto. Es el efecto Lavoe, los que lo escucharon me entienden. A él nadie lo entendió.
La legalidad le fue esquiva en cada momento, solo una, la ley de consecuencia se le apareció cuando menos lo esperaba, el VIH lo sobrecogió taciturno entre sus vueltas y tratando inútilmente de cantar, ante un escenario que no dejaba de llorar por ver al gran Lavoe intentando lo imposible, el hombre que respiraba debajo del agua ya no podía sostenerse por sí solo, Héctor ya no bateaba de nuevo.
El 29 de junio de 1993, en el Memorial Hospital de Queens se apagó la voz y figura de una de las leyendas más vivas de la salsa, el cantante de los cantantes, así queremos recordarlo, bailando al lado de su esposa, la “Puchi” de toda su vida, meneando su flaca figura y guiñando el ojo a Ismael Miranda en aquel estadio africano que puso de vuelta y media a todos los negritos presentes que no paraban de bailar, o agarrándose el oído y gritando una melodía ensimismada en la vieja Feria del Hogar, sonriendo con la sonrisa del salsero y de aquel niño chalaco que lo miraba obnubilado aquella noche gris que pasó por mi cabeza que nunca más regresaría.
Mi esposa a quien descubrió a Lavoe gracias a mi, advirtió algo que un fanático de su música como yo nunca noté, en todas sus letras había fatalismo tal vez él mismo atrajo eso, no lo sé, solo Dios lo sabe.
Lo cierto es que efectivamente nunca más regresó, sin embargo no hay que hacer mucho para traerlo de nuevo a la mente, el sentimiento y a los pies, pues regresa cada viernes cuando Pacho Hurtado se desdobla con “Emborráchame de amor” desde un confín del Jazz Zone, regresa cada fin de semana en la radiola, en el equipo de sonido, en el estéreo, o en el parlante de la computadora de cada casa vibrante que no deja de oírlo, y sobre todo, regresa a mi corazón cada vez que me acuerdo de aquellas nobles calles chalacas donde deje los mejores recuerdos de mi vida, y el eco eterno de su voz.